El centro de la ciudad inunda al transeúnte, lo sumerge en la multiplicidad de sonidos, olores, colores y trayectos que se entrecruzan; gran laberinto las calles del centro de Medellín, ruleta rusa las calles llenas de sorpresas, sonrisas que se desvanecen al instante en que la sombría mirada de un niño que respira pegante se le clava a uno, asombro ante la abundancia de comercio informal, el desgano ante el sol y la abundancia de concreto que deja en duda si se debe respirar en medio de tantos vapores; carcajadas tras la humareda del cigarro que se vende a escondidas, civiles uniformados y enumerados por la alcaldía como el lobo acechando el bosque de caperuza que apresurada se dedica a guardar sus galletas que vende en las aceras de la avenida oriental, en la calle Colombia, en la calle Amador, Tenerife… en cualquier esquina sin dueño, cualquier semáforo al sol o lluvia, viejos campesinos de sombreros polvorientos ofreciendo dulces y cigarrillos, bolsas de agua, baba de caracol y raíces milagrosas; helados, gafas y medicamentos vencidos en el bazar de los puentes.
Cuerpos entregados al placer que se desbordan en las aceras; altaneras y decididas las prostitutas como viejas matronas y dueñas de la calle pasean de arriba abajo las cuadras licenciosas de la ciudad y lanzan esa sonrisa dulzona a la mirada inocente del joven que cabizbajo e intimidado atraviesa el lugar, botellas que brindan, botellas que vacías viajan en los bolsillos tambaleantes del ebrio que busca un fósforo y el sol golpeando esas cabezas empolvadas de los habitantes de la calle que comen arroces en bolsa en la acera de un restaurante chino que atiende a una familia que sale a conocer y habitar la ciudad.
Cuerpos entregados al descanso se explayan en el concreto, a la sombra de las pisadas de los agitados transeúntes, el rostro apuntando al sol y la boca abierta y con el color anaranjado del pegante que se ve en sus labios y esas barbas que ocultan los rostros del señor que hurga en la basura por una colilla de cigarro que arrojó el joven antes de subirse al bus con temor de encontrárselo de frente.
Voces al aire que nacen desde los megáfonos grasientos, que arrastran hombres en carretas llenas de naranjas, aguacates o uvas; voces que como susurros atraviesan en múltiples direcciones, provocando un caos completo y un sentimiento de ensimismamiento y soledad; en el silencio se desparrama una serie de tenis importados y de mala suerte en la acera del viaducto del metro entre las estaciones Parque Berrío y Prado, papayas y discos compactos de contrabando al lado de periódicos viejos.
Cuerpos inertes de animales se extienden en las mesas, cabezas de pescados, ojos rojizos de un cerdo que acaba de ser asesinado, la mirada perdida de una res que cuelga en la entrada de un burdel, las viseras de cerdo rellenas de arroz que se venden en Juanambú, viseras de pollo en Carabobo, chorizos en el parque de San Antonio, mazorcas en el parque de Bolívar, gelatina de pata de vaca rondando con los vendedores de acá para allá.
Niños ansiosos y deslumbrados que son arrastrados por sus madres, estirándoles la mano van mirando la inmensidad de los edificios que extienden su sombra en la avenida oriental; niños que evaporan neuronas con esa gelatina anaranjada, niños que se esfuerzan al subir al bus para ganarse unos pesos, niños que parecen perdidos, niños que parecen haberse encontrado; niños en jaurías que abordan la calle como reyes y dueños, embotados con esa mirada roja y cansada.
Y suena la música, y los oídos no paran de girar como las orejas de un gato en celo, las voces, las cornetas de los buses y el frenar de las llantas creando música, ese rugido de la selva de cemento; Un saxofonista que pide dinero en la esquina de la playa con la avenida Oriental, en Carabobo son familias de músicos, que al son de cuerdas cuentas las historias de Antioquia en ritmo de guasca, en Junin una pareja de esposos que son ciegos con un acordeón y la voz melancólica paran de tanto en tanto para pedir la colaboración de sus escuchas y las empresas de venta de tiempo, los que venden ropa, los que ofrecen todo a doscientos con los megáfonos encendidos y los decibeles aumentando hasta que de repente se desvanece el ritmo y los pasos se escuchan pesados en la acera cuando se acerca la noche.
La noche, nubes negras que se vienen encima, nubes que pesan y las lociones se sienten renovadas en el cuerpo al acecho del necesitado que se disimula en la oscuridad; la noche y el eco del sonido, del rugido de la motocicleta que se aleja, de las luces altas del carro que dan directo a la cara y se asoma una silueta al fondo, una silueta que nunca se presenta del todo y la duda nace al cruzar la calle, las mujeres agarran sus bolsos, los jóvenes inflan el pecho, otros se dan ánimos a sí mismos y valientes se enfrentan al callejón abandonado, a la esquina habitada por los rostros cansados, de las sonrisas muecas.
La noche y las carcajadas de los ebrios que cargan en sus piernas a una mujer maquillada y sonriente, y los dos indiferentes ante el niño que acaba de despertar y bajo esa camiseta que le queda muy grande estira su mano. Las luces rojas se encienden. Se frotan las manos ansiosos unos ante la imagen del porvenir de la noche… la noche, fiel compañera, la noche esa oportunidad que no se quiere perder….Y los edificios encendidos, y los tacones repicando en las aceras, y las rejas soportando los cuerpos de tanto callejero que recuerda su día.
Y se repite nuevamente el ciclo vicioso de la impunidad y el silencio, de la legalidad y el hurto, de los recuerdos perdidos y de los personajes que no son más que la anécdota al momento de comer o de hacer una fila; empiezan así nuevamente cuando la oscuridad da paso a ese amanecer, a ese abrir de puertas, las carreras interminables de las madres, de los jefes, de los perros hambrientos que lagañosos hurgan por su futuro.